Argentina: la violencia de la ley

La aplicación de la llamada Ley del 2x1 a Luis Muiña, condenado por crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura argentina, ha desatado una tormenta política. Ahora el gobierno de Macri corre el riesgo de pasar a la historia como el culpable de haber liberado a cientos de los peores criminales.

En esta foto de marzo de 2016, un grupo de Madres de la Plaza de Mayo marchan en torno al obelisco de Buenos Aires en su tradicional ronda de los jueves. El miércoles 3 de mayo, la Corte Suprema argentina redujo la sentencia de Luis Muiña, quien cometió crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. (Victor R. Caivano/Associated Press)

El 24 de marzo de 1976 el Ejército argentino derrocó a la presidenta Isabel Martínez viuda de Perón y se quedó con el país. Cuatro días después el hospital Posadas, uno de los mayores de Buenos Aires, fue ocupado por una unidad militar apoyada por tanques y helicópteros. La comandaba el coronel Reynaldo Bignone, quien seis años más tarde, ya general, sería el último dictador; Luis Muiña, entonces de 20 años, integraba un comando parapolicial que participó de la maniobra. Y allí se quedó: formó parte de un “grupo de tareas” que se instaló en el hospital, que secuestró, torturó y asesinó a sus trabajadores.


Cuando la dictadura terminó, Muiña intentó perderse y, durante décadas, lo logró: nadie lo buscaba. Recién fue detenido en 2006; en 2011 lo condenaron a 13 años de prisión. En 2013, el tribunal determinó que saldría en libertad en 2016, porque se le aplicaría la Ley 24.390, llamada Ley del 2×1. El fiscal apeló.


La Ley del 2×1 fue promulgada en 1994 para tratar de compensar a las víctimas del fracaso de la justicia argentina. En un país donde la mitad de la población carcelaria no tiene sentencia firme, la ley decía que cuando un reo pasara más de dos años de prisión preventiva sin condena, cada uno de sus días de reclusión valdría por dos. La ley fue derogada en 2001: hubo acuerdo en que beneficiaba a quienes no lo merecían. Este miércoles, la Corte Suprema de Justicia de la Nación Argentina decidió que esa ley debía ser aplicada en el caso de Luis Muiña y que, por lo tanto, Muiña debía ser libre. Y desató una tormenta en el país.


Técnicamente, la decisión de la corte parece correcta: el condenado tiene derecho a que se le aplique la “ley más benigna” que haya existido en todo el lapso de su proceso. La discusión está más del lado de la filosofía del derecho: los que han atropellado todos los derechos, ¿tienen derechos? Uno de los camaristas, Carlos Rosenkrantz, dijo que para evitar quiebres terribles de la ley hay que aplicar la ley a rajatabla, incluso cuando lo que resulta no te gusta: que “no hay un Código Penal para los buenos y otro para los malos”. Es difícil no estar de acuerdo; es difícil aceptar los efectos de ese acuerdo sobre la realidad. A veces la letra de una ley se opone al espíritu de su sociedad. Es entonces cuando aparece la violencia de la ley, su carácter disolvente.


Por eso, sería necesario modificar la ley para definir que los condenados por crímenes de lesa humanidad no tienen derecho a ciertos beneficios; lo hipócrita es reprocharles a los jueces que no hagan trampas para hacer como si esa ley ya existiera: para tapar los agujeros que la sociedad y sus políticos dejaron.


La corte tomó su decisión partida, tres votos contra dos. Fue la primera gran derrota de su presidente, Horacio Lorenzetti, nombrado por el gobierno de los Kirchner y cortejado por Mauricio Macri; fue el primer triunfo de Rosenkrantz y Rosatti, nombrados por el gobierno actual. Que ellos hayan impulsado la medida es uno de los argumentos más eficaces para achacársela al macrismo.


Los organismos de derechos humanos, que se opusieron a Macri desde el principio, ven en esta decisión la confirmación de lo que siempre dijeron: que el presidente y los suyos “están del lado de la dictadura”. Políticos de todos los partidos critican la medida. Y el gobierno hace todo lo posible por desmarcarse de ella: lo intentaron pública y firmemente varios de sus integrantes. 


Su ministro de Justicia, Germán Garavano, salió —por orden de su jefe— a decir que “estamos pagando las consecuencias de una legislación desastrosa”. Y que la Ley del 2×1 “es nefasta y benefició durante los últimos 20 años a las personas que cometieron los delitos más graves”, pero que el Poder Ejecutivo es respetuoso de los fallos de la corte y de la autonomía del Poder Judicial y no puede hacer nada al respecto. Lo gracioso es que nadie les cree.


Es un buen chiste: un gobierno que dice respetar la independencia del Poder Judicial es acusado por una decisión que ese poder tomó, por una vez, independientemente. El problema es que los argentinos están convencidos de que la justicia obedece al que gobierna. Y, en general, la justicia argentina se empeña en sostener esa idea.

En los últimos meses, por ejemplo, los mismos jueces que hace unos años desestimaron las denuncias contra la entonces presidenta Cristina Fernández por enriquecimiento ilícito y otras menudencias, las retomaron y transformaron en procesos candentes. 

No es seguro que el gobierno los aliente: muchos creen que a Macri le conviene que Fernández no vaya presa antes de las elecciones de octubre; o sea que esos jueces actuarían según viejos reflejos, la costumbre de apostarle al caballo del comisario. La misma Cristina Fernández abonaba esta idea el miércoles en un tuit, que decía: “Este fallo no se hubiera dado en el gobierno anterior…”. Porque, claro, ella lo habría manejado.

En cualquier caso, la sentencia puede abrir un camino difícil para el gobierno argentino. Si se aplica esa jurisprudencia, unos 280 represores —de los más de 500 que siguen en prisión— podrían salir en libertad; entre ellos, nombres del espanto como Alfredo Astiz, Jorge Acosta, Jorge Rádice y tantos otros.

La lluvia, además, cayó sobre mojado. El sábado pasado la Iglesia católica argentina ya había herido susceptibilidades cuando su jefe, el obispo José María Arancedo, sucesor y seguidor de Jorge Bergoglio, inauguró su Conferencia Episcopal llamando a la “reconciliación” entre los militares de la dictadura y sus víctimas. 

Algunas de esas víctimas le contestaron airadas que no tenían que reconciliarse con nadie porque no habían agraviado a nadie; que había unos agresores que nunca contaron la verdad ni pidieron perdón y que sin arrepentimiento es falso hablar de reconciliación. Ahora muchos de esos agresores podrían quedar libres.

Serán semanas tensas. El esfuerzo de años de juicios y movilizaciones puede arruinarse en unos días de frenesí leguleyo, y ya se convocan marchas, encuentros, todo tipo de intentos para evitarlo. 

El gobierno de Mauricio Macri se defiende, insiste en recordar que fueron ellos los que metieron preso por sus posibles crímenes durante la dictadura al teniente general César Milani, comandante en jefe del Ejército nombrado —y defendido— por el kirchnerismo y sus organismos de derechos humanos. 

Y proclama que le importan esos derechos, aunque varios de sus funcionarios hayan mostrado desinterés. Como el propio presidente, cuando aquella reportera de Buzzfeed le preguntó si los desaparecidos habían sido 30.000 y él le contestó que no tenía ni idea:

—No tengo idea, no sé, es un debate en el cual yo no voy a entrar. Si fueron 9.000 o 30.000 o los que están anotados en un muro o son muchos más. Me parece que es una discusión que no tiene sentido.

Si la decisión de la corte se generaliza, el gobierno de Mauricio Macri corre el riesgo de pasar a la historia como el culpable de haber liberado a cientos de criminales de los peores crímenes. 

La versión más benévola es que no lo hacen a propósito: que no es que quieran hacerlo, sino que no saben evitarlo; que, incluso cuando deben ocuparse del terrorismo de Estado, el errorismo de Estado los domina. También hay, por supuesto, otras lecturas.

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